El concepto de “Barroco” puede definirse desde dos puntos de vista. Si nos ceñimos al aspecto estético-formal, podemos decir que el Barroco es la forma de expresión dominante en Europa y sus colonias durante la mayor parte del siglo XVII. Estéticamente se halla vinculado a conceptos tales como los de naturalismo, contraste, exuberancia… En este sentido, sería totalmente incompatible con el “Clasicismo”, adoptado por la corte de Luis XIV.


Ahora, si optamos por una visión social de la cultura, entonces el “Barroco” deja de entenderse como simple estilo con ciertas características formales, para convertirse en la cultura de un periodo histórico concreto, la crisis del siglo XVII. Desde esta aproximación, podemos conciliar el “Clasicismo” y el “Barroco”. Esta segunda acepción es la más aceptada por la historiografía actual.
Si nos remontamos al origen del término, el adjetivo “barroco” surgió para calificar peyorativamente unas formas artísticas complejas, incluso contradictorias que, según sus críticos, convertían la pureza del Renacimiento en un torbellino de excesos.
Posteriormente, la definición general de “Barroco” se ha transformado en un concepto denso, profundo y apreciado que define una época muy compleja en la que todas las manifestaciones artísticas se ven afectadas por las estrategias diseñadas en los círculos de poder para dominar la sociedad. Así, la concepción de una nueva obra barroca, lejos de ser un acto simple, conlleva una gran carga conceptual. Por esto, algunas de las cualidades más frecuentemente asociadas al Barroco son la grandeza, la riqueza sensual, el dramatismo, la vitalidad, el movimiento, la tensión, la exuberancia emocional y la tendencia a enturbiar la distinción entre las diversas disciplinas artísticas. En resumen, una cultura difícil de entender intelectualmente, aunque fácil de captar por nuestros sentidos.